23 Abril 2024
La última Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica mostró una mirada sombría de los chilenos respecto a la sociedad y su entorno. Entre las diversas corrientes de opinión detectadas en el estudio, una merece especial atención por sus efectos: el aumento de la preocupación y del temor frente al delito. Ya antes otras investigaciones habían ilustrado esta situación. A fines del año pasado, tanto Fundación Paz Ciudadana como la encuesta ENUSC del INE presentaron los registros más altos desde que miden este fenómeno, en horizontes de tiempo de 23 y 10 años, respectivamente.
A partir de investigación anterior (Scherman y Etchegaray, 2013; Browne y Valenzuela, 2018), se puede presumir que el progresivo incremento de los delitos más violentos -como los homicidios- podría ser un factor multiplicador del temor, pues este tipo de crímenes recibe mayor atención ciudadana y de los medios de comunicación, “resonando” así en forma persistente y prominente en las conversaciones cotidianas de las personas.
El temor está relacionado tanto con la percepción de la probabilidad de ser víctima de un delito como con la autopercepción de vulnerabilidad -qué tan frágiles y con qué nivel de control nos visualizamos frente a un evento delictivo-, algo que está desigualmente distribuido en nuestro país: son las mujeres, los de más edad y los grupos de menores ingresos, los que siempre se declaran más temerosos. La sensación de temor se enraíza así en la baja confianza en la eficacia de los dispositivos institucionales de prevención, defensa y control disponibles.
Para la política pública, la irradiación del temor es un problema en sí mismo, especialmente en América Latina (Dammert, 2012). Variada investigación internacional (Lee et al., 2020) da cuenta que el miedo repercute en la calidad de vida de las personas -por ejemplo, en la restricción de movilidad, abandono de espacios públicos, aumento de la segregación urbana, incremento del estrés, ansiedad y aislamiento. Un alto temor puede también deteriorar el capital social, debido al fortalecimiento de actitudes negativas asociadas a la desconfianza interpersonal, en particular frente a desconocidos de distinto origen social, cultural o nacionalidad.
Los temores deben ser encauzados debidamente por el sistema institucional. No pueden quedar a merced de los vaivenes electorales, terreno fértil para proclamar medidas “efectistas” contra el crimen. Ni menos dejarlos en manos de liderazgos autoritarios que se nutren de la rabia y culpabilizan a grupos sociales enteros con diagnósticos maniqueos. Como plantea la filósofa Martha Nussbaum, la exacerbación de la retórica simplificadora del miedo tiene su efecto en la democracia: divide, inmoviliza e impide la cooperación. Pero, sobre todo, desenfoca. No permite construir una política seria y contundente contra el crimen y la propagación del temor, pues dificulta cimentar su pilar fundamental: el acuerdo y la articulación transversal del Estado y de todo el espectro político, para generar un sistema coherente, basado en evidencias, con estrategias realmente efectivas en el largo plazo.