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La política por sobre las políticas públicas

11 Diciembre 2017


Se ha discutido sobre la conveniencia de modificar el régimen de urgencias en el proceso legislativo, particularmente entre la primera y la segunda vuelta presidencial.  ¿Tiene sentido ponerle suma urgencia a un proyecto de ley incompleto y con falta de consenso “para sacar al pizarrón” al adversario político?

Lamentablemente, no se ha logrado llegar a un acuerdo respecto a este tema y, honestamente, es difícil lograrlo. ¿Quién podría dirimir cuál proyecto de ley tiene mérito público para su discusión y cuál responde a un oportunismo político?

En inglés hay una buena distinción entre politics (política) y policy (política pública). El primer término hace referencia al ejercicio del poder y al debate entre quienes lo ostentan o pretenden hacerlo.  El segundo, a un curso de acción para la solución de un problema público, para lo cual se definen objetivos, metas, instituciones y mecanismos, entre otros.

Evidentemente, la política pública se formula en un contexto político donde hay ideología y temporalidades, pero idealmente también debe incorporar evidencia, coherencia, eficiencia y  capacidad de implementación.

El programa del actual gobierno, presentado en octubre de 2013, ya establecía una reforma a la educación superior: modernizando la institucionalidad pública, creando la Subsecretaría de Educación Superior, una Superintendencia de Educación Superior, una Agencia de Calidad de la Educación Superior,  la gratuidad universal (parcial al 70% más vulnerable de la población) y un nuevo sistema de acreditación. En julio de 2015 el Mineduc presentó un documento titulado “Bases para una Reforma de la Educación Superior”, el cual fue posteriormente desechado por la autoridad. En febrero y marzo de 2016 se presentó “Minutas sobre la reforma” que planteaba nuevas miradas sobre esta reforma. Posteriormente, en julio de 2016, el gobierno presentó un proyecto de ley de Educación Superior que tuvo una mala recepción y en la práctica perdió su respaldo político. En octubre de 2016, la autoridad difunde un “Protocolo de rediseño de la reforma” con nuevos elementos. Finalmente, en abril de 2017 el ejecutivo introduce una indicación sustitutiva que cambia completamente el proyecto ingresado nueve meses antes, que en la práctica tampoco implica modificaciones estructurales, pero sí elimina lo referido a Educación Superior Estatal, que se incorpora en un nuevo proyecto de ley que, por lo demás, no logró dejar contento a ninguno de los actores del sistema de educación superior. 

En suma, a pesar de todo este proceso de definiciones e indefiniciones, idas y vueltas, desconocimiento, falta de consenso y recursos insuficientes, se llega a que, por tercera vez, una de las políticas icónicas de la administración se vuelve a implementar por la vía de la glosa presupuestaria de la partida del Ministerio de Educación en la Ley de Presupuestos.

¿Tiene sentido someter a votación un proyecto de ley que sabemos tiene incoherencias, es parcial, y muestra ser insustentable financieramente para las instituciones? Evidentemente que no lo es, a pesar de la relevancia política de este proyecto.

Lo descrito para el caso de la educación superior, también se aplica respecto de reformas constitucionales o a cualquier otro tema de trascendencia para el país y que sabemos de antemano, tendrá efectos que más allá del periodo presidencial.

De acuerdo a diversos organismos internacionales (OECD – BID), Chile ha sido líder en Latinoamérica en cuanto a la calidad de la formulación de sus políticas públicas. Esta relevante trayectoria no puede perderse por un oportunismo electoral. Dejemos que la política hable de visiones y sueños futuros, pero que la política pública hable de realidades que son factibles.

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